31 julio, 2007

México: TLCAN, espejismo y realidad

El pasado 1 de enero se cumplieron trece años de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Desde esa fecha hasta hoy se han producido sustanciales modificaciones en la economía y la sociedad mexicanas, pero no necesariamente para bien. Una evaluación de los impactos del TLCAN indica que México no se ha visto beneficiado como país con este Tratado y que la inmensa mayoría de su población no ha mejorado su nivel de vida. No obstante, los mandatarios de Canadá, Estados Unidos y México impulsan ahora la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN), bautizada por el ex presidente Fox como TLCAN-plus.

Desde el inicio de las negociaciones del Tratado, los funcionarios gubernamentales no se cansaron de anunciar que la economía nacional iniciaría un periodo de crecimiento, que se generarían más y mejores empleos, que gracias a la libre competencia los productos aumentarían su calidad y bajarían los precios... Hasta aseguraron que México alcanzaría un nivel de desarrollo que lo colocaría como país del “primer mundo”.

El pasado mes de octubre, la Secretaría de Economía emitió un comunicado en el que evaluaba los doce años del TLCAN. Según este documento, entre 1993 y 2005 la economía mexicana creció un 39.8 por ciento en términos reales, el intercambio trilateral de mercancías se triplicó alcanzando los 2.000 millones de dólares diarios, el valor de las exportaciones de México a sus socios se multiplicó por cuatro, hasta los 182 mil millones de dólares en 2005, y se alcanzó un superávit comercial de 57.8 mil millones de dólares en el mismo año.

El mismo análisis indica que México es hoy la décima potencia comercial del mundo y la primera economía exportadora de América Latina (40 por ciento del total). Se dice también que la industria manufacturera de México creció un 43.2 por ciento en términos reales, así como que casi el 90 por ciento de los productos que México importa de sus socios del TLCAN son bienes intermedios y de capital que contribuyen a la producción y exportación de mercancías.

Finalmente, la Secretaría de Economía asegura que la productividad de los trabajadores mexicanos en la manufactura se incrementó en un 69.6 por ciento, que el 33 por ciento del empleo total corresponde a esta industria, que la mitad de estos empleos están relacionados a la exportación y que, en promedio, las empresas que se dedican a ello pagan salarios un 37 por ciento superiores a los de no exportadoras. Con todo, el informe gubernamental destaca que el objetivo del TLCAN no consistía sólo en liberalizar el comercio, sino también en crear certidumbre para la inversión. En este sentido, afirma que el Tratado generó “un marco transparente y propicio para los negocios”. Pero, si son ciertas todas estas cifras que hablan de una bonanza paradisíaca en el país, ¿por qué continúa la pobreza? ¿Por qué hay más desempleo que nunca en las últimas décadas? ¿Por qué los salarios son insuficientes? ¿Por qué son cada vez más los compatriotas que tienen que cruzar la frontera Norte? En definitiva, ¿por qué, si se supone que México avanza, los mexicanos no encontramos alivio a nuestras condiciones de vida?



Exportación de beneficios

Lo cierto es que el optimismo estadístico gubernamental no alcanza a maquillar la realidad. Si bien se ha producido durante este periodo un incremento de las exportaciones manufactureras (lo que es natural, dado que el acuerdo comercial implica la apertura de fronteras), estas exportaciones se concentran en pocos sectores de la economía y en unas pocas empresas. Proceden, además, de nueve de las entidades federativas, principalmente de la zona fronteriza y centro, donde se ubican las maquilas.

El 63 por ciento de las exportaciones corresponde al sector de maquinaria y equipos (armadoras de automóviles, partes de vehículos y computadoras, todas extranjeras), las 129 más grandes exportadoras (80 de las cuales son de capital mayoritariamente extranjero) realizan el 39 por ciento del total de las exportaciones. Así, el superávit comercial se explica por dos motivos: la labor de las empresas maquiladoras y el suministro de petróleo a los EE UU.

Sin contar el petróleo y la mano de obra barata, casi nada de lo mucho que se exporta tiene algo mexicano. Las empresas exportadoras se “autocompran” los insumos que requieren para producir sus mercancías, de manera que no generan en el país cadenas productivas y, por ello, los beneficios recaen en pocas transnacionales. El incremento de las exportaciones no jala el crecimiento de otros sectores de la economía, lo que ha implicado la quiebra de pequeñas y medianas empresas y la pérdida de empleos.

Se suponía que con la llegada de inversión extranjera se generarían más y mejores empleos. ¿Por qué no ocurrió esto? Entre 1994 y 2002 el país ingresó 153 mil millones de dólares de inversión extranjera (la mayoría directa): con 26 mil 865 millones de dólares se compraron total o parcialmente los bancos mexicanos (menos del 10 por ciento de los que operan actualmente son nacionales) y 54 mil 632 millones de dólares se destinaron a las maquilas y a la compra o asociación con grandes empresas exportadoras (49 por ciento de la inversión extranjera directa).

A la par, en 2002, circulaban 90 mil millones de dólares de dinero volátil o inversión especulativa. Es decir, la Inversión Extranjera Directa (IED) se dedicó a comprar negocios rentables que ya existían, pero no a crear otros. Esta actuación no genera nuevos empleos sino que, al contrario, los disminuye, sobre todo si consideramos que la IED trae aparejada la incorporación de tecnologías ahorradoras de fuerza de trabajo y diferentes formas de organización laboral (esclavización). Según Alberto Arroyo Picard, investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y autor de varios libros sobre el TLCAN, el sector manufacturero generó un 12.8 por ciento menos de empleo en 2004 que en 1994, aunque su productividad aumentó en un 58.6 por ciento. Incluso los costes de la mano de obra bajaron en la misma época un 37.7 por ciento.



Empleo y emigración

Entre mediados de 1993 y mediados del 2000 se crearon poco más de seis millones de empleos, cifra insuficiente para los diez millones de jóvenes que alcanzaron la “edad de trabajar”. En el sector industrial, de cada cien puestos de trabajo existentes cuando comenzó el TLCAN sólo quedaron noventa en 2002. Puede observarse la misma tendencia durante el sexenio del gobierno de Fox: el ex presidente prometió generar 1.1 millones de empleos anualmente, pero a mediados de 2004 había casi 438 mil menos y, si agregamos a los jóvenes que se incorporaron a la Población Económicamente Activa (PEA), estaríamos hablando de un déficit de 5 123 493 empleos formales. Aunque en términos absolutos el desempleo durante el sexenio anterior creció, ¿por qué no se ven tantos desempleados en el país? Por dos razones: el aumento de la migración y el auto-empleo en el sector informal. Ni siquiera incluimos en el auto-empleo al sector agropecuario, pues queda fuera de las estadísticas del Seguro Social y durante los primeros doce años del TLCAN ha expulsado a unos 1.5 millones de campesinos.

Los emigrantes mexicanos enviaron en 2006 veinticuatro mil millones de dólares a sus pueblos, casi un 50 por ciento más de lo que México logró captar en el mismo periodo a través de la Inversión Extranjera Directa (el monto podría situarse en 16.500 millones). En 1995, estas remesas alcanzaron apenas los 3 673 millones de dólares, según datos de Arroyo Picard, y esta cifra había subido ya a 13 266 millones hace tres años. El aumento es constante y avanza a grandes pasos, a pesar de los frenos que trata de poner el gobierno estadounidense a la migración mexicana (y centroamericana). Con sólo estas cifras crudas de la migración se demuestra palpablemente el fracaso del TLCAN... Y, sin embargo, los señores del poder y el dinero insisten en profundizar el modelo ahora con la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN).



Con la vista puesta en el Rey Midas

Hoy, como nunca, el mundo aparece ante nuestros ojos como un gran almacén de mercancías. Tierra, agua, aire, todo cuanto es esencial para la vida (no sólo humana) parece tener precio en el gran mercado mundial. Especialmente en las últimas décadas, el capital parece haber logrado hacer realidad la antigua leyenda del Rey Midas: convertir en oro todo lo que toca. Para la lógica de la ganancia capitalista, todo es susceptible de ser vendido y comprado. Y si se le puede sacar un valor añadido, como a la fuerza de trabajo, tanto mejor.

Desde sus orígenes, el capitalismo ha tendido a expandirse mediante la apropiación violenta de territorios y recursos, dominando a las poblaciones, despojándolas de todo a sangre y fuego. Su surgimiento significó una verdadera declaración de guerra contra la humanidad y contra la vida. Así nació y así continúa perpetuándose. Durante la guerra de conquista del “nuevo mundo”, el “viejo mundo” sojuzgó y se adueñó de continentes con la espada bendecida por la cruz. La mundialización no es un proceso reciente sino que dura ya siglos, aunque se está perfeccionando. El robo de territorios y recursos a comunidades enteras, la explotación del trabajo, el maltrato a la naturaleza y la dominación de países no sólo continúa sino que se ha intensificado incluso de manera más sofisticada, tanto militar como económica e ideológicamente. En su búsqueda de mayores ganancias, los capitalistas se disputan el dominio de “sus” territorios y no dudan en provocar la guerra entre sí cuando no logran un acuerdo para repartirse el mundo. Las guerras mundiales han sido eso: una reconfiguración del mundo, un volver a dibujar el mapa, hecho que implica destrucción y reconstrucción, para imponer una nueva forma de dominación.

El “neoliberalismo” imperante, al que se adscriben los actuales Tratados de Libre Comercio, no es otra cosa que la vuelta a la “natural” evolución del capitalismo original. Tras unas breves décadas (1917-1989) durante las que su desarrollo “normal” se vio afectado por revoluciones, amenaza de éstas y luchas por la descolonización en varios países, y tras verse obligado a implementar el “Estado del Bienestar” tanto para prevenir las amenazas citadas como para salir de su crisis económica, el capitalismo de “libre” mercado regresó con fuerza.

Es decir, comenzó a eliminar las conquistas sociales y laborales: contratación colectiva, jornada de ocho horas, pensiones, salud y educación, entre otras. Desde la caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética y los regímenes del llamado “socialismo real” de Europa Oriental, el capital se siente con vía libre para continuar su expansión en el mundo, incluyendo las regiones en las que nunca había imperado.

En el México de 1994, al inicio del TLC, el 20 por ciento de la población más pobre percibía el 3.6 por ciento del ingreso nacional, y el 10 por ciento más rico llegaba al 44 por ciento. En el año 2000 estas cifras habían cambiado: del 3.6 se pasó al 2.9 y del 44 al 50 por ciento. Las cifras demuestran con claridad la tendencia: mientras se produce una concentración de bienes y capital en manos de un grupo cada vez más pequeño, la gran mayoría ve sus perspectivas cada vez más reducidas. Ahora, en el 2007, con la ASPAN (o TLC-plus) la existencia de México como país se ve más amenazada. Y, sin embargo, México resiste, desde abajo, pero eso es motivo de otra historia…

Por Marco A. Velázquez Navarrete, secretario técnico de la Red Mexicana de Acción frente al Libre Comercio (RMALC). Este artículo se publicó originalmente en la revista Pueblos, núm, 27, julio de 2007, Especial América Latina.
Tomado de Servicio de Noticias ISA. 26-07-07

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