22 diciembre, 2006

Medio Oriente: Hamas puede tener razón

La trampa del reconocimiento
El problema que enfrenta la dirección palestina, al esforzarse por lograr un cierto alivio del sufrimiento colectivo de los millones que viven en los territorios ocupados, se reduce a unas pocas palabras. Como un niño malcriado que sólo tiene que decir “perdón” para que lo dejen salir de su cuarto, basta conque el gobierno de Hamas diga: “reconocemos a Israel” y se supone que la ayuda y la buena voluntad internacionales inundarán Cisjordania y Gaza.
Eso, por lo menos, fue lo esencial del reciente discurso del primer ministro israelí durante una visita al Negev, cuando sugirió que la mano de su país estaba extendida a través de las arenas hacia las masas hambrientas de Gaza – si sólo Hamas se arrepintiera. “Reconózcannos y estamos dispuestos a hablar de paz” fue la implicación.
El pueblo palestino ha sido ciertamente castigado con encono por su elección democrática a comienzos de este año de un gobierno de Hamas desaprobado por Israel y las potencias occidentales. Impusieron un bloqueo económico, privando a la Autoridad Palestina de ingresos para pagar por los servicios públicos y remunerar a su considerable mano de obra;
Israel retuvo ilegalmente millones de dólares en impuestos debidos a los palestinos, exacerbando la crisis humanitaria; un bloqueo físico de Gaza impuesto por Israel ha impedido que los palestinos exporten su producción, en su mayor parte cosechas deteriorables, y que importen lo imprescindible, como ser alimentos y medicinas; ataques militares de Israel han dañado la infraestructura vital de Gaza, incluyendo el suministro de electricidad y agua, y mataron al azar a sus habitantes. Y miles de familias son destrozadas al utilizar Israel el pretexto de su disputa con Hamas para dejar de renovar las visas de portadores de pasaportes extranjeros palestinos. Las palabras mágicas “os reconocemos” podrían terminar con todo este sufrimiento. ¿Así que por qué su primer ministro, Ismail Haniyeh, juró la semana pasada que nunca las pronunciaría? ¿Está Hamas tan lleno de odio y aversión a Israel como Estado judío que no puede hacer una declaración tan simple de buenas intenciones?
Es fácil olvidar que, aunque las condiciones se hayan deteriorado últimamente de modo dramático, los problemas palestinos no comenzaron con la elección de Hamas. La ocupación israelí dura cuatro décadas, y ningún líder palestino ha podido extraer de Israel una promesa de auténtica estadidad en todos los territorios ocupados: ni los mujtar, los dirigentes locales mayormente complacientes, que durante décadas fueron los únicos representantes a los que se permitía hablar en nombre de los palestinos después de que su dirección nacional fue expulsada, ni la Autoridad Palestina bajo la dirección laica de Yasir Arafat, que volvió a los territorios a mediados de los años noventa después de que la OLP reconociera a Israel; ni la dirigencia de su sucesor, Mahmud Abbas, el “moderado” que primero pidió el fin de la Intifada armada; y tampoco ahora los dirigentes de Hamas, aunque han pedido repetidamente una tregua a largo plazo (hudna) como un primer paso para desarrollar confianza.
De la misma manera, pocos palestinos dudan de que Israel seguirá afianzando la ocupación – como lo hizo durante los supuestos años de construcción de la paz de Oslo, cuando se duplicó la cantidad de colonos judíos en los territorios ocupados – incluso si Hamas es derrocado y si un gobierno de unidad nacional, de tecnócratas, o incluso si Fatah toma su lugar.
Hay mucho más en juego para Israel en el logro de esa pequeña concesión de Hamas que lo que aprecia la mayor parte de los observadores. Una declaración diciendo que Hamas reconoce a Israel haría mucho más que cumplir con la condición previa de Israel para conversaciones; significaría que Hamas ha caído en la misma trampa que fue montada anteriormente para Arafat y Fatah. Esa trampa está diseñada para asegurar que toda solución pacífica del conflicto sea imposible.
Logra ese objetivo de dos maneras:
Primero, como ya se ha comprendido, por lo menos por parte de los que prestan atención, el reconocimiento del “derecho a existir” de Israel por Hamas significaría efectivamente que el gobierno palestino abandona públicamente su propio objetivo de luchar por crear un Estado palestino viable.
Es porque Israel se niega a demarcar sus propias fronteras futuras, dejando como una cuestión pendiente qué es lo que considera como la dimensión de “su existencia” que exige que sea reconocida por Hamas. Sabemos que nadie en la dirigencia israelí habla de un retorno a las fronteras de Israel que existían antes de la guerra de 1967, o probablemente a cualquier cosa que se les aproxime.
Sin un retorno a esas fronteras previas a 1967 (más una inyección sustancial de buena voluntad por parte de Israel para asegurar un paso sin obstáculos entre Gaza y Cisjordania) no existe posibilidad alguna de que emerja algún día un Estado palestino viable.
Y, desde luego, no habrá ninguna buena voluntad. Todos los dirigentes israelíes se han negado a reconocer a los palestinos, primero como pueblo y ahora como nación. Y en la manera típicamente hipócrita de Occidente cuando trata con los palestinos, nadie ha sugerido jamás que Israel realice un reconocimiento semejante.
En los hechos, los gobiernos se han exaltado en su negativa de extender el mismo reconocimiento a los palestinos que exigen de su parte. Genialmente, Golda Meir, una primer ministra laborista, dijo que los palestinos no existen, agregando en 1971 que las fronteras de Israel “están determinadas por dónde viven judíos, no dónde existe una línea en un mapa.” Al mismo tiempo ordenó que la Línea Verde, la frontera de Israel hasta la guerra de 1967, fuera borrada de todos los mapas oficiales.
Ese legado llegó a los titulares la semana pasada cuando la ministra de educación, Yuli Tamir, provocó una tormenta al expedir una directiva de que la Línea Verde fuera reintroducida en los libros de texto israelíes. Hubo protestas generalizadas contra su “ideología de extrema izquierda” por parte de políticos y rabinos.
Según educadores israelíes, la probabilidad de que los libros de texto vuelvan a incluir la Línea Verde – o que abandonen referencias a “Judea y Samaria,” las referencias bíblicas a Cisjordania, o que incluyan localidades árabes en mapas de Israel – es casi nula. Los editores privados que imprimen los libros de texto se negarían a incurrir en los gastos adicionales de reimprimir los mapas, dijo el profesor Yoram Bar-Gal, jefe de geografía en la Universidad de Haifa.
Perceptivo al daño que la disputa podría causar a la imagen internacional de Israel, y consciente de que la directiva de Tamir probablemente jamás será implementada, Olmert estuvo de acuerdo en principio con el cambio. “No hay nada malo con que se marque la Línea Verde,” dijo. Pero, en una declaración que vació de contenido su acuerdo, agregó: “Pero existe una obligación de subrayar que la posición del gobierno y el consenso público excluyen que se vuelva a las líneas de 1967.”
El segundo elemento de la trampa es mucho menos comprendido. Explica la extraña formulación de palabras que Israel utiliza al formular su exigencia a Hamas. Israel no pide que Hamas simplemente “reconozca Israel,” sino que “reconozca el derecho a existir de Israel.” La diferencia no es sólo un problema semántico.
El concepto de que un Estado tenga algunos derechos no es sólo insólito sino extraño al derecho internacional. Las personas tienen derechos, no los Estados. Y es precisamente el punto: cuando Israel exige que se reconozca su “derecho a existir,” el significado subyacente es que no hablamos del reconocimiento de Israel como un Estado-nación normal sino como el Estado de un pueblo específico, los judíos.
Al exigir el reconocimiento de su derecho a existir, Israel se asegura de que los palestinos estén de acuerdo conque el carácter de Israel sea inamovible como un Estado judío exclusivista, que privilegia el derecho de los judíos por sobre todos los demás grupos étnicos, religiosos y nacionales dentro del mismo territorio. Israel y Occidente restan importancia al problema de lo que conlleva un tal Estado.
Para la mayoría de los observadores, significa simplemente que Israel debe negarse a permitir el retorno de los millones de palestinos que languidecen en campos de refugiados en toda la región, cuyos antiguos hogares en Israel han sido incautados a favor de judíos. Si se les permitiera que volvieran, la mayoría judía de Israel sería erosionada de un día al otro y ya no podría pretender que es un Estado judío, excepto en el mismo sentido en el que Sudáfrica era un Estado blanco.
Esta conclusión es aparentemente aceptada por Romano Prodi, primer ministro de Italia, después de una gira de cabildeo por las capitales europeas de la telegénica ministra de exteriores de Israel, Tzipi Livni. Según Jerusalén Post, Prodi dice en privado que Israel debería recibir garantías de los palestinos de que jamás se pondrá en duda su carácter judío.
Funcionarios israelíes celebran lo que creen que es la primera grieta en el apoyo de Europa al derecho internacional y a los derechos de los refugiados. “Es importante que todos coincidan al respecto,” dijo un funcionario al Post.
Pero en realidad las consecuencias de que la dirigencia palestina reconozca a Israel como Estado judío van más lejos que el problema del futuro de los refugiados palestinos. En mi libro “Blood and Religion,” describo esas duras consecuencias para los palestinos en los territorios ocupados y para el millón aproximado de palestinos que viven dentro de Israel como ciudadanos, supuestamente con los mismos derechos que los ciudadanos judíos.
Mi argumento es que esta necesidad de mantener a todo precio el carácter judío de Israel es en realidad el motor de su conflicto con los palestinos. Ninguna solución es posible mientras Israel insista en privilegiar la ciudadanía para judíos por sobre todos los otros grupos, y en deformar las realidades territoriales y demográficas de la región para asegurar que las cifras sigan pesando a favor de los judíos.
Aunque en última instancia el retorno de los refugiados posa la mayor amenaza para la “existencia” de Israel, tiene una preocupación demográfica mucho más urgente: la negativa de los palestinos que viven en Cisjordania a abandonar las partes de ese territorio codiciadas por Israel (y que conoce por los nombres bíblicos de Judea y Samaria).
Dentro de una década, los palestinos en los territorios ocupados, y el millón de ciudadanos palestinos que viven dentro de Israel excederán en número a los judíos, tanto a los que viven en Israel como a los colonos en Cisjordania.
Fue uno de los principales motivos para la “retirada” de Gaza: Israel pudo afirmar que, aunque siguiera ocupando militarmente ese pequeño pedazo de tierra, ya no es responsable por la población que lo habita. Al retirar a unos pocos miles de colonos de la Franja, 1,4 millones de gazanos fueron instantáneamente borrados de los registros demográficos.
Pero aunque la pérdida de Gaza ha postergado por algunos años la amenaza de una mayoría palestina en el Estado expandido deseado por Israel, no garantiza mágicamente la existencia continua de Israel como Estado judío. Es porque los ciudadanos palestinos de Israel, aunque son una minoría que incluye a no más de un quinto de la población de Israel, tienen el potencial de hacer que todo el castillo de naipes se derrumbe.
Durante la última década han estado exigiendo que Israel sea reformado, de un Estado judío, que los discrimina sistemáticamente y que niega su identidad palestina, a un “Estado para todos sus ciudadanos,” una democracia liberal que dé a todos sus ciudadanos, judíos y palestinos, los mismos derechos.
Israel ha caracterizado la demanda de un Estado para todos sus ciudadanos como subversión y traición, comprendiendo que, si el Estado judío se convirtiera en una democracia liberal, los ciudadanos palestinos exigirían con razón: el derecho a casarse con palestinos de los territorios ocupados y de la Diáspora, logrando la ciudadanía israelí, “un derecho al retorno por la puerta trasera” como lo llaman los funcionarios, el derecho a traer a parientes palestinos en el exilio de vuelta a Israel bajo un programa de Derecho al Retorno que sería una sombra pálida de la existente Ley del Retorno que garantiza a cualquier judío en cualquier parte del mundo el derecho automático a la ciudadanía israelí. Para prevenir la primera amenaza, Israel promulgó una ley flagrantemente racista en 2003 que prácticamente imposibilita que los palestinos con ciudadanía israelí traigan un cónyuge palestino a Israel. Por el momento, parejas en esa condición tienen poca alternativa a pedir asilo en el extranjero, si otros países les otorgan refugio.
Pero como la desconexión en Gaza, esa legislación es una táctica dilatoria más que una solución del problema de la “existencia” de Israel. Así que Israel ha estado formulando entre bastidores ideas que en su conjunto eliminarían a grandes segmentos de la población palestina de Israel de sus fronteras y despojaría a todos los “ciudadanos” restantes de sus derechos políticos – a menos que juren lealtad a un “Estado judío y democrático” y así renuncien a su demanda de que Israel se reforme para llegar a ser una democracia liberal.
Es lo esencial para un Estado judío, tal como lo fue para una Sudáfrica blanca del apartheid: si hemos de sobrevivir, tenemos que hacer todo lo necesario para mantenernos en el poder, incluso si significa violar sistemáticamente los derechos humanos de todos a los que gobernamos y que no pertenecen a nuestro grupo.
En última instancia, las consecuencias de que se permita que Israel siga siendo un Estado judío serán sentidas por todos nosotros, dondequiera vivamos – y no sólo por la repercusión de la continua y creciente cólera en los mundos árabe y musulmán ante los dobles raseros aplicados por Occidente al conflicto entre Israel y los palestinos.
En vista de la posición de Israel de que su interés más urgente no es la paz o la adaptación regional a sus vecinos sino la necesidad de asegurar a todo precio una mayoría judía para proteger su “existencia,” Israel probablemente actuará como para poner en peligro la estabilidad regional y global.
Una pequeña idea de lo que podría suceder fue sugerida por el papel jugado por los partidarios de Israel en Washington al justificar la invasión de Irak, y este verano en el ataque de Israel contra Líbano. Pero lo más evidente es su clamoreo por la guerra contra Irán.
Israel ha encabezado los intentos de caracterizar al régimen iraní como profundamente antisemita, y sus presuntas ambiciones de tener armas nucleares como orientadas por el único objetivo de querer “borrar a Israel del mapa” – una mala traducción, intencionalmente dañina, del discurso del presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad.
La mayor parte de los observadores han asumido que Israel se preocupa genuinamente por su seguridad ante un ataque nuclear, por inverosímil que sea la idea de que incluso el régimen musulmán más fanático vaya a lanzar, sin provocación, misiles nucleares contra una pequeña área de tierra que contiene algunos de los sitios más sagrados del Islam, en Jerusalén.
Pero en realidad existe otra razón por la que Israel se preocupa por un Irán con armas nucleares y no tiene nada que ver con las ideas convencionales sobre su seguridad.
El pasado mes, Ephraim Sneh, uno de los generales más distinguidos de Israel, y actual viceministro de defensa de Olmert, reveló que la preocupación primordial del gobierno no era la amenaza representada por el disparo de misiles nucleares contra Israel por Ahmadinejad, sino por el efecto que la posesión de semejantes armas por Irán tendría sobre judíos que esperan que Israel tenga el monopolio de la amenaza nuclear.
Si Irán tuviera tales armas, “La mayoría de los israelíes preferirían no vivir aquí; la mayoría de los judíos preferirían no venir aquí con familias, y los israelíes que puedan vivir en el exterior lo harán... Temo que Ahmadinejad podría destruir el sueño sionista sin apretar un botón. Por eso tenemos que impedir que ese régimen obtenga capacidad nuclear a cualquier precio.”
En otras palabras, el gobierno israelí considera su propio ataque preventivo contra Irán o el aliento a USA para que cometa semejante ataque – a pesar de las terribles consecuencias para la seguridad global – simplemente porque un Irán con armas nucleares podría hacer que Israel sea un sitio menos atractivo para la vida de judíos, llevaría a un aumento de la emigración, e inclinaría la balanza demográfica a favor de los palestinos.
Se podría provocar una guerra regional y posiblemente global simplemente para asegurar que continúe la “existencia” de Israel como Estado que ofrece privilegios exclusivos a los judíos. Por el bien de todos nosotros, debemos esperar que los palestinos y su gobierno de Hamas sigan negándose a “reconocer el derecho a existir de Israel.”

Jonathan Cook: Escritor y periodista basado en Nazaret, Israel. Es autor de "Blood and Religion: The Unmasking of the Jewish and Democratic State" que será publicado próximamente por Pluto Press, y que se podrá obtener en USA en University of Michigan Press. Su sitio en la red es: www.jkcook.net
http://www.counterpunch.org/cook12142006.html

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