07 junio, 2007

¿Qué diablo de fe es la nuestra?

En tiempos de visita papal, es conveniente huir un poco del shownalismo (como es llamado el periodismo que hace de la noticia espectáculo) y hablar de lo esencial: la fe. A veces me pregunto si la humanidad ha avanzado mismo. En los primeros tiempos, enseña Fustel de Coulanges, cada familia rendía culto a sus dioses domésticos. Nadie envidiaba el dios del vecino ni tenía la pretensión de imponer a él el dios de sus creencias. A menos que la hija fuera a casarse con el hijo del vecino. En ese caso, ella se vía obligada a renegar de sus dioses familiares y adherir de todo corazón a los dioses que rendía culto la familia del marido –quien ejercía también la función de sacerdote-.

Como dice don Apolônio, mi mecánico, con quien converso esas cosas mientras le veo limpiar el carburador, “el pueblo antiguo no tenía fe, tenía muchas fe”. Mi abuela era más contundente al ver mi pereza para levantarme temprano el domingo para ir a misa: “¿Qué diablo de fe es la suya?”

La cosa comenzó a complicarse cuando el politeísmo se vio conminado por la contrarreforma monoteísta ocurrida en Egipto a partir de 1.400 años antes de la era cristiana, gracias al faraón Akhenaton y al rebelde hebreo Moisés. La antigua y tradicional democracia divina, con cada dios satisfecho con su respectiva cuota de poder, terminó desbancada por el monopolio de la fe. Nació entonces una división que jamás la humanidad había conocido antes: de un lado, los fieles, de otro, los idólatras, que según los primeros creían en falsos dioses.
La humanidad todavía no había conocido el fenómeno del ateísmo. Esa fue la primera reacción fundamentalista registrada por la historia: el dios de una nación, además de ser el principal, es promovido también a ser el único. Por lo tanto, la creencia en uno decreta el descreimiento y el descrédito de todos los demás dioses. Sólo la única y verdadera fe permite el acceso al único y verdadero Dios.

De ahí nació la distinción entre lo verdadero y lo falso. Y en nombre de lo verdadero, la religión pasó a recurrir a la violencia, lo que parece una antinomia. ¿Pero quién piensa en ello cuando se encuentra imbuido de que debe imponer a los demás la verdad, aunque a hierro y fuego? Sobre todo cuando se está convencido de que autoridad y verdad es más que una rima. (De hecho, es una tragedia).

La modernidad vino a salvar a la religión de su presunción de ser la única depositaria de la verdad. Hoy, creemos mucho más en la verdad científica, empírica y matemáticamente comprobada, que en las verdades religiosas. ¿Quién duda de la existencia de un trío de quarks en la intimidad del átomo, aunque no haya telescopio que nos permita verlo? Sin embargo, nuestros aparatos electrónicos funcionan. Para muchos, funcionan milagrosamente, como el fax, el tiempo real de los @ y el celular. ¿Pero quién tiene absoluta certidumbre de que hay vida después de la muerte? Nadie. Como máximo, tenemos fe.

¿Pues, diréis espantado, estaría este heterodoxo fraile de la teología de la liberación reivindicando la vuelta del politeísmo? Nada de eso. Deseo sólo la tolerancia, como la que fue practicada por Jesús, que jamás criticó la fe de la mujer fenicia o la del centurión, ni impuso como condición a sus curaciones la previa adhesión a su creencia.

Lo que me espanta es constatar la nueva modalidad de politeísmo: allá arriba, en un cielo abstracto, el dios en el cual creemos; aquí abajo, los dioses a los cuáles de hecho prestamos devoción: el dinero, el poder, el consumismo que nos consume y consuma. Y esta creencia rigurosa de que fuera del capitalismo no hay salvación, aunque 2/3 de la humanidad no tengan acceso a los bienes que él ofrece.

El meollo de la cuestión está mucho más abajo: creemos en Dios y en los bienes finitos que nos etiquetan socialmente, pero no en el próximo. Religión sí; amor no, excepto lo que aumenta nuestra cuota de satisfacción y placer.

Toda nuestra lógica sistémica rinde culto al mercado, a la propiedad privada, al dinero, al crecimiento del PIB, al aumento de las exportaciones, al rigor fiscal, sin la menor preocupación hacia los sin-tierra, sin-techo, sin-escuela, sin-salud y sin-identidad. En nombre de Dios, pasamos indiferentes de aquellos que tienen hambre y tienen sed y son imágenes vivas de Cristo, conforme el evangelio de Mateo (25, 31-44).

¿Pues bien, quién dispone de tiempo para prestar atención aquel que se encuentra colgado en una cruz, perturbando nuestro programa de domingo?
Alguna vez él anduvo previniendo... (Traducción ALAI)

- Frei Betto es escritor, autor de la novela sobre Jesús “Entre todos los hombres” (Ática), entre otros libros.
Más información: http://alainet.org
ALAI - 30 AÑOS

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