11 mayo, 2007

Más vale mujer muerta que aborto

No ha sido por falta de indignación que me he detenido de escribir en estos días sobre el aborto. La indignación está presente, es sólo que -ya que los argumentos son los mismos-, ¿qué se puede agregar en esta agria discusión?

Debe ser una genérica debilidad corporal que hace más difícil que las mujeres sean leñadoras, por ejemplo, lo que las ha sumido en un estado de debilidad perenne. Pero sólo ahí, baste ver a los hombres quejarse escandalosamente de dolores que las mujeres sobrellevan con mucha mayor discreción.

Pero el caso es que la ley de los hombres ha prevalecido basada en su fortaleza física. Quien domina hará las leyes. Y eso por mucho que se vea a monjitas cargando carteles condenando la despenalización del aborto. ¿Pero qué saben ellas? ¿Y qué saben -me es más difícil de entender- mujeres de atuendos asexuados que también los despliegan? La sujeción a los mandatos patriarcales nubla el entendimiento. Así, se obedece ciegamente la voz de la autoridad, masculina, desde luego.

Sin embargo, he sabido, a lo largo del tiempo, de los abortos discretos -discretísimos- a los que se han sometido muchachas, hijas de las mismas familias vociferantes. Pero a ellas les fue practicado en hospitales en toda regla. Tenían los medios económicos para hacerlo.

Me parece que el asunto tiene que ver con la indefensión de la pobreza que exacerba el machismo y que tantas veces orilla a las mujeres a buscar este último recurso ante un embarazo no deseado, pero que alterará lamentablemente su vida. Sea éste producto de violación, prepotencia de la pareja o, simplemente, de la mala suerte.

Pretender afirmar que el aborto es una forma rutinaria del control natal es muy tramposo. Nadie -ni hombre ni mujer- gusta de someterse a una intervención que agravie su cuerpo y que, tal como se hacen las cosas, ponga en peligro de muerte.

Pero la balanza suele inclinarse siempre del lado del fuerte que ciega su entendimiento para imponer las sinrazones de su fuerza. Y habría que volver a subrayar la tan lenta aceptación de la ciencia por la jerarquía religiosa, que, bien sabemos, no busca almas para llevar al cielo, sino el poder que anula la voluntad de quienes se viven cautivos. Y mandar sobre el cuerpo es mandar. ¿Dónde más si no?, mientras no se demuestre la presencia inequívoca del alma y el castigo eterno.

¿Por qué el tratamiento que se da a la pederastia clerical es tan diferente? ¿No es peor lesionar la dignidad indefensa de un niño que defender a rajatabla el freno de células en su incipiente desarrollo? ¿Por qué si a lo largo de los siglos han cambiado los criterios acerca de la incursión de esa alma indemostrable, no aceptar lo sensato?

De cualquier forma, cada individuo es libre para regir sobre su cuerpo, cuando de esta elección depende todo su futuro (la amputación de un miembro que salva de la gangrena). Además, ¿qué hay del futuro del niño no querido que es obligado a llegar al mundo para después acabar vendido para la prostitución, por ejemplo, o de acólito de un cura pederasta? Digamos Maciel, que ahora, libre de otras obligaciones, ¿descansa tranquilo en la vejez? ¿Qué es más terrible: el freno al crecimiento celular, que al cabo de los muchos meses será un ser humano, o el abandono del ser humano a su muy triste suerte desde que abre los ojos? ¿Y qué hay del derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo? La excomunión para ellas y para el médico que las ayude. Pero, ¿acaso esa misma excomunión se extendió a los sacerdotes que no destruyeron un tejido celular en fase inicial, sino la vida de quienes pervirtieron con dolo?

Además, nadie obliga a las mujeres a abortar si no están de acuerdo, pero ¿por qué obligar a quienes no participan de sus creencias a obedecerlas?

¿Será la despenalización del aborto la defensa de la vida o el ejercicio del poder?

Aline Pettersson. Tomado de La Jornada, 18-04-07

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