Lo que comenzó en Oaxaca como un problema gremial protagonizado por la sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, en mayo pasado, se transformó luego en un problema político que el gobierno de Vicente Fox derivó en un asunto de seguridad nacional. De manera somera, la génesis del conflicto es fácilmente identificable: ante la respuesta represiva del gobierno local encabezado por Ulises Ruiz contra el plantón de los maestros en huelga (14 de junio), con saldo de 92 heridos, y la acumulación de agravios, surgió un amplio movimiento social representado por la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (21 de junio). La emergencia de la APPO prendió focos rojos en el bloque dominante, que vio desafiada su hegemonía e intereses.
Pese a sus contradicciones y matices, la alianza de los gobiernos de Oaxaca y federal, en el plano político, se expresó en un desaseado amasiato entre los partidos Acción Nacional y Revolucionario Institucional. Y a nivel represivo exhibe dos características principales. Por un lado, el gobernador Ruiz recurrió a la acción coercitiva y violenta del aparato de seguridad del Estado, y cuando éste fue desbordado por la férrea resistencia civil pacífica de los integrantes del magisterio y de la APPO, puso en práctica una acción paralela, clandestina, estatal, vía la paramilitarización del conflicto.
El uso de sicarios y escuadrones de la muerte por parte del Estado -con elementos que sufren una suerte de desdoblamiento funcional, cumpliendo tareas policiales durante su jornada laboral, y aprovechan la nocturnidad para convertirse en patota que sale a matar brigadistas en las barricadas- se aparta de toda legalidad formal e incorpora elementos propios de la guerra sucia que, a su vez, la asimilan al terrorismo de Estado. Una de las características del Estado terrorista es el ocultamiento de su accionar. Por ello, grupos operativos (como los que asesinaron a varios maestros oaxaqueños y al camarógrafo estadounidense Bradley Roland Hill, de Indymedia) no se identifican, sus brazos ejecutores visten de civil, las autoridades niegan su acción o procedimiento y buscan ocultarlos o legitiman la muerte de opositores criminalizando a las víctimas al presentarlas como "violentas" o "subversivas", que forman parte de una "guerrilla urbana".
Por otro, al intervenir en el conflicto, el gobierno de Vicente Fox -en consulta con su impuesto sucesor, Felipe Calderón-, optó por una salida militar de tipo contrainsurgente. No otra cosa fue el desembarco de helicópteros, tanquetas antidisturbios y cuerpos de elite de la Marina de Guerra en Huatulco y Salina Cruz, el 30 de septiembre, así como el sobrevuelo de aviones y helicópteros del Ejército, la Armada y la Policía Federal Preventiva (PFP) sobre la capital oaxaqueña, entre ellos una nave espía Schweizer dotada de alta tecnología (sistemas de grabación, rayos infrarrojos y visión nocturna).
No se trató, entonces, de una simple "acción militar disuasiva", que intentaba enviar a la APPO y a la sección 22 un mensaje inequívoco: rendición en la mesa de negociaciones o intervención, según manejaron "expertos" en asuntos de seguridad. Tampoco, dado el volumen de la tropa y el sofisticado equipo castrense, se movilizó a esos elementos para ejecutar una operación tipo "quirúrgico". El plan era otro. Pero los distintos cuerpos de inteligencia (Ejército, Marina, Cisen) alertaron a las autoridades nacionales que Oaxaca no era Atenco. La rebelión popular en ascenso dibujaba un escenario posible con muchos muertos, en un país polarizado políticamente, lo que abría la posibilidad de que se desencadenara un efecto gelatina, que derivara, a su vez, en un eventual estallido insurreccional. Eso hizo abortar el operativo.
No obstante, el 28 de octubre, arrinconado por las circunstancias y cediendo a las presiones de Calderón y los poderes fácticos, el presidente Fox decidió que los representantes gubernamentales abandonaran de manera unilateral la mesa de diálogo en la Secretaría de Gobernación y, tras desoír la propuesta de una tregua de 100 días sugerida por Servicios y Asesoría para la Paz (Serapaz, la organización civil que encabeza el obispo emérito Samuel Ruiz), ordenó una operación de desalojo en la capital oaxaqueña, de tipo limitado.
Si bien es cierto que durante la recuperación de lugares estratégicos en la ciudad de Oaxaca (29 de octubre) y en el curso de la batalla campal que se produjo en el intento de copamiento de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (2 de noviembre) hubo muertos y heridos, la policía militarizada (PFP) y los cuerpos especiales, de inteligencia y táctica, del Ejército y la Armada que participaron en las escaramuzas no tenían orden de tirar a matar y/o aniquilar al adversario.
Con su torpe decisión, Fox dio un virtual apoyo al gobernador Ruiz y sus aliados del PRI, y de paso identificó a la resistencia civil pacífica, protagonizada por amplios sectores sociales oaxaqueños, como el "enemigo interno" a vencer. A partir del accionar represivo instrumentado por los gobiernos federal y estatal, Oaxaca, como antes Chiapas, conforma hoy un Estado militarizado de tipo contrainsurgente. Reina allí un estado de excepción, estructurado sobre una base pública, a la vez clandestina y terrorista, que busca, mediante el ejercicio de la violencia institucional (de poder-fuerza), la desarticulación del movimiento social y una aceptación ciudadana y un consenso forzados, afines a "la ley y el orden" formales del bloque de poder dominante.
Con una agravante: la humillación sufrida por la PFP y otras fuerzas coadyuvantes en la fallida toma de Ciudad Universitaria podría alentar una venganza. Según los códigos de "la sociedad del honor" que rige aún en el arcaico sistema político mexicano, una nueva acción de escarmiento ubicaría al país en el peor de los escenarios posibles y abriría el camino hacia un proceso de fascistización del Estado.
Carlos Fazio (tomado de La Jornada 6-XI-06)
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